La nieve del mes de diciembre caía
dulcemente sobre gran parte de Inglaterra. Nora, dentro del taxi que iba de
camino a su casa, miraba a su alrededor. Había echado mucho de menos todo
aquello durante los últimos cuatro años. Porque Nueva York era una ciudad
genial y que le encantaba, pero de vez en cuando venía bien perderse en un
sitio como aquel. En el sitio donde había pasado su infancia, su adolescencia y
parte de su madurez.
Little Town era un pueblo pequeño,
por no decir diminuto. Apenas vivían trescientas personas. A Nora nunca le
había gustado, ella hubiese preferido, sin duda, vivir en una gran ciudad como
Londres, a hora y media de distancia. Le había preguntado a sus padres por qué
no se mudaban, con lo que acababan, la mayoría de las veces, discutiendo. A la
Nora adolescente le hubiera gustado escaparse de casa mil veces en mil
discusiones, pero el pueblo era demasiado pequeño como para no ser encontrada
en menos de media hora.
—Ya estamos llegando, señorita
—anunció el taxista tras un viaje en completo silencio.
Nora focalizó su vista perdida en
el pueblo, cada vez más cercano. Aún no estaba muy segura de lo que iba a
hacer, pero era demasiado tarde para dar la vuelta y perderse de nuevo en Nueva
York. Se había comprometido, y si no cumplía aquello podría acabar muy mal.
Además, debía hacerlo. Si no aparecía su madre jamás la perdonaría.
El coche pasó un pequeño puente,
por el que por debajo viajaba un río con un caudal cinco veces mayor del que
Nora recordaba, y siguió por una carretera estrecha pero asfaltada. El taxi
directamente en la calle principal de Little Town y, pocos metros después, el
taxista giró a la derecha.
—Aquí puede parar. Gracias —indicó
Nora.
Allí estaba: su casa. Estaba igual
que siempre, como las demás. Construida en piedra como aquellas que aparecen en
las películas.
Pagó al taxista y bajó del coche,
abrochándose hasta arriba el chaquetón. Al poner un pie sobre el suelo
algodonado por la nieve, sintió el frío en la cara. Esto hizo que se despertara
de pronto.
Estaba allí.
Sacó del maletero una pequeña
maleta y despidió al taxista con la mano, que arrancó y salió de la calle.
Estaba allí.
Subió los pequeños escalones para
llegar a la puerta de entrada. Respiró hondo y pulsó el timbre. No pasaron ni
cinco segundos cuando su madre abrió la puerta. Estaba igual que siempre, pero
con una sola diferencia: iba vestida completamente de negro. El delantal blanco
le daba, al menos, un poco de color.
—Cariño —dijo en un susurro. Se
lanzó directamente a los brazos de su hija, hundiendo la cabeza en su pelo,
respirando hondo, como comprobando por su olor que estuviera verdaderamente
allí.
Nora la abrazó con fuerza. Echaba
de menos aquellos gestos.
—Me alegro mucho de verte, mamá.
Estás genial —dijo cuando se separaron madre e hija.
—Pasa, pasa. Llevamos un rato
esperándote.
—Nos hemos tenido que retrasarpor
la nieve. ¿Está James dentro?
—Sí, está en la cocina.
Margaret se apartó para que su
hija entrada. La imagen del salón, tan cálido como siempre, le impactó a Nora.
Hacía cuatro años que no pisaba aquellas tablas de madera, ahora un tanto
dañadas, ni había abrazado a sus seres queridos.
—¡Ya está aquí la enana! —De la
cocina salió James con otro delantal y los brazos abiertos. Se lanzó a abrazar
a Nora—. ¿Por fin te has dignado a visitarnos, hermanita?
Nora contestó con una sonrisa,
porque con palabras no sabría cómo hacerlo.
—Han pasado cuatro años, no sé si
lo recuerdas… —insistió James.
—Cariño, deja a tu hermana. Acaba
de llegar. —Se giró hacia su hija, posando su mano, arrugada por los años,
sobre la mejilla de su hija—. Anda, sube a dejar tus cosas.
—¿Dónde? —preguntó Nora.
—¿Dónde va a ser? —Sonrió—. En tu
habitación. Está igual que siempre.
Tras darle un beso rápido a su
madre, Nora agarró su maleta y subió las estrechas escaleras hacia la planta
superior. Al entrar en su habitación, su corazón se le encogió de nuevo. Todo
seguía exactamente igual. Aquel toque infantil en la decoración de las paredes,
los mismos peluches sobre la cama y aquella colcha rosa que tanto le gustaba de
pequeña. A pesar de todo, sonrió.
Dejó la maleta sobre la cama y la
abrió para sacar algo de ropa seca, pues el jersey que llevaba estaba húmedo
por la nieve del exterior. Agradeció la calefacción interna al quitarse la ropa
para cambiarse.
Una vez estuvo lista y con su
melena ondulada castaña recogida en una coleta alta, más cómoda, salió de su
dormitorio. Miró hacia ambos lados del pequeño descansillo, donde daban otras
tres habitaciones y un baño. A la mente le vinieron numerosos recuerdos que
hicieron florecer algunas lágrimas de sus ojos.
Vio la puerta de la biblioteca de
su padre entornada. Decidió entrar en él. Encendió la luz y, ante ella,
apareció una estancia repleta de estanterías con tomos antiguos y algunos —los
menos— más modernos. Andó unos cuantos pasos y llegó hasta un sillón de piel
algo deteriorado. Se sentó y cerró los ojos, recordando. Cuando era pequeña su
padre se sentaba allí, cogía alguno de los libros de cuentos que tenía y se lo
leía a Nora. Sobre todo en Navidades, cuando ella y su hermano estaban de
vacaciones. Se retorció en el asiento y hundió la nariz en el respaldo. Inspiró
hondo. Seguía oliendo a su padre, prueba irrefutable de las tantas horas al día
que permanecía allí sentado sumido en otros mundos.
Su padre… De pequeña habían sido
uña y carne, inseparables. Conforme Nora fue creciendo su relación se iba
haciendo cada vez más escasa, hasta que llegó el punto en que desapareció por
completo cualquier unión entre ambos.
—Fui una completa estúpida
—susurró acompañada únicamente por sus lágrimas.
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